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La penuria argumental

  Si hay algo que se echa en falta últimamente en las asambleas polític a s es la escandalosa incapacidad para argumentar de sus componentes . Resulta sorprendente, pero así es. Y digo sorprendente porque lo es el hecho de que quienes se acomodan donde tan bien se acomodan para dirigir lo que tan mal dirigen han trepado a esas alturas por los peldaños de los ciudadanos y sus votos. Lo que antaño se esperaba para hacerse merecedor de tan respetables destinos eran las brillantes retóricas, los  argumentos convincentes y los objetivos claros, justos y estables. Parece que nada de esto es ya preciso; basta presenciar cualquier debate entre sus señorías para olfatear lo contrario, algo así como un tufo cutre de taberna portuaria. Insultos, gritos, proliferación de epítetos exitosos ─ como facha (el que más), machista , racista , etc. ─ cuya articulación es suficiente para descalificar el razonamiento más incontestable. Algunos apasionados emisores de esta basura semántica insiste
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Los lirios atemporales

  Esta mañana me he encontrado este lirio intempestivo ─nunca había visto lirios a mediados de febrero─ que me ha llamado la atención por su petulancia y su arrogante intemporalidad. Como es usual he pensado en el cambio climático, pero inmediatamente me ha venido a la memoria otro lirio no menos anacrónico ─éste de finales de octubre de 2009 con anomalías estacionales similares─ al que fotografié y dediqué el poema que hoy recupero, también extemporáneamente como no podía ser de otra manera… Después de todo, se trata de cómo un lirio sin primavera que me he encontrado en invierno evoca un extravagante lirio de otoño que me enamoró hace algunos años. Lirio de otoño Está ahí, escasamente a veinte metros de mi ventana. No recuerdo haber visto nunca un lirio en puertas de noviembre. Será por este raro calor que hemos tenido. Será por un error de los jardines. No lo sé, pero está ahí; y esta mañana posó para mi cámara. Sólo es un prodigio decepcionado, un sueño subterráneo que

Los hielos de Antenora

  También en la mitología hay segundones, personajes de poco relumbre que han pasado por las narraciones con más pena que gloria, aunque originariamente parecieran pretender más la segunda que la primera. Tal es el caso de Antenor, un anciano troyano que, siendo consejero del rey Príamo, en la guerra de Troya quiso mediar para dar solución pacífica al conflicto; sin embargo, su antigua amistad con los griegos facilitó que relatos posteriores lo convirtieran en traidor a su ciudad por complicidad con aquéllos. Tan es así que Dante se sirvió de su nombre en la Divina Comedia para designar el segundo sector del noveno y último círculo del Infierno: Antenora, un lago de hielos eternos con cuerpos sumergidos hasta el pecho. Aquí sitúa el poeta los traidores a la patria y al partido, como Bocca degli Abbati que traicionó al suyo, los güelfos, en un combate con los gibelinos y Buoso de Duera que se vendi ó a los franceses de Carlos de Anjou cuando iban a enfrentarse a los gibelinos. Muy cerc

Metáforas en el cielo

Imagen capturada del cúmulo de estrellas Herbig-Haro 46/47 (nebulosa de Pelícano, en la constelación El Cisne) por el telescopio espacial James Webb de la NASA y publicada el 26 de julio. Creo haber recogido alguna vez este interrogante con que abre Heidegger el Capítulo I de su "Introducción a la Metafísica": ¿Por qué es en general el ser y no más bien la nada?  Durante siglos fue la pregunta fundamental de la filosofía. Últimamente no; últimamente la filosofía parece haberse desmoralizado ante la ausencia de respuestas incontestables y acomplejado frente a la estelar eficacia de las de la ciencia emp írica . Lo que no deja de ser una cobardía y una renuncia imperdonables porque, en realidad, lo característico de tan antiguo saber siempre fueron las preguntas sin respuesta. Decía Ortega, nuestro Ortega, que a nadie quita la sed saber que no podrá beber. Tal era la naturaleza de la filosofía: una pregunta que sab ía que nunca llegar ía a responderse. La foto que encabeza es

Las hojas verdes

  Todav ía e s tiempo de arrogantes hojas, de su amable sombra sobre las calles que aún les consiente el hombre. Se pasan el día engalanando el lugar que las acoge: ese tronco ─ recio, arrugado, envejecido ─ de algunos jardines que ha aguantado las heladas y soledades del invierno. Vienen de lejos, de muy lejos, del hondo corazón de la tierra al que viajaron cuando octubre les hizo las maletas de otoño. Volvieron luego, de verde-claro, en primavera. Y aprendieron a escribir de nuevo los párrafos que el sol iba dictando. Ahora, en esta primera madurez de empezar a no ser jóvenes, a ún alegran la austera residencia de sus ramas. Y alivian la asfixia de las calles en los mediodías de estío. Bajo ellas se detienen los paseantes; hablan entre s í, presentan a un familiar o a un amigo que ha venido de otro lugar a visitarlos. La sombra de esas hojas vuelve a hacer del verano una estación de encuentros en vez de esa locura de distancias y desencuentros en que nosotros solemos convertirlo.

La cigarra y la hormiga

  Ha tenido la culpa una chicharra enloquecida que se ha pasado la tarde cantando la ardiente pasión de la Niña Chole... Del verano, quiero decir. Las recojo del suelo, donde nadie las quiere, donde quedan absurdas, desprendidas del disfraz de las horas; hebras de una sonrisa o de un enfado, de un momento común… Cualquier anécdota. Las recojo y las guardo en refugios del alma. Almaceno su historia sin hazaña ni empresa, su renglón de humildad desconcertante. Almaceno el residuo de esas horas para pasar el tiempo que me queda –el invierno que aguarda después de este verano– y tener otra vez su risa, su mirada, su forma de decirme “buenos días”, de sentarse y hablar, de escoger un silencio y hacer que no lo sea, de volver prodigioso el momento común que el mundo olvida. Las recojo y las guardo con ternura indecible en este subterráneo rincón de la memoria. Otros hay que se quedan con el tiempo –su telar luminoso, su estricta indumentaria–. Y lo cantan y viven y acarician, y des

Breve consideración para los días náufragos

  Aseguraba Nietzsche, defendiendo el estilo aforístico que tan espléndidamente dominaba, que su ambición era “decir en diez frases lo que todos los demás dicen en diez libros”. La concisión exige limpieza del juicio y sometimiento de la palabra a cambio de brindar precisión en la sabiduría. Por lo general no se cultiva en exceso. Gusta más bien lo contrario. Muchos políticos son un acostumbrado ejemplo; pero también, un común cotidiano de farsantes o fidelidades confusas. Hablan mucho y dicen muy poco; siembran lealtades, pero abonan traiciones. Manieristas del verbo, embaucadores, expertos en la caricia de las rapaces... Mala gente que proclama lo que no hace y pone en almoneda, como muebles viejos, los m ás gallardos valores. Curiosamente, a veces, la pretensión nietzscheana la descubrimos cumplida a pie de pueblo, quiero decir, de la mano del pensamiento anónimo en refranes y adagios, abarcando mucho con muy pocas palabras y desvelando verdades incontestables en elegantes conclusi